miércoles, 25 de junio de 2008

Danza en luz mayor

[Febrero de 2008]

El vestido era blanco.

Casi al doblar la esquina vio esa gente tan junta frente a la vidriera, venía percibiendo desde antes de verlos que algo poco cotidiano estaba ocurriendo, ya escuchaba los murmullos poco definidos, como cuando pasa un viento muy fino y se alcanzan a escuchar algunas palabras. En realidad no fue eso sólo lo que lo hizo intuir que algo extraño estaba pasando. Antes de doblar la esquina el aire estaba denso, caliente. Las corrientes de palabras parecían adueñarse de todo el espacio, inclusive del aire.

¿Por qué recuerdo primero el vestido? supongo que era lo único que “brillaba” a primera vista. Por ejemplo, había un hombre que parecía estar absolutamente en la penumbra, retorcía un sobrero marrón a cuadros, miraba fijo el vidrio que tenía en frente y retorcía el sombrero más y más. Lo único que le brillaban eran los ojos.
Parece “un decir”, pero era cierto. En realidad estaba reflejando lo que veía. En los ojos de ese hombre se veía una cantidad de brillos y dibujos blancos que no dejaban de moverse.
Era uno entre muchos.
Gente que era una masa de sombras, opacados por lo que miraban.
Opacados literalmente.

Ese aire cargado de murmullos y esa densidad caliente tenía algo de solemne. Lo llamativo en ellos, notó enseguida, era que estaban por la mera coincidencia de su destino, ninguno hablaba más que para sí mismo, ni siquiera se miraban, todas las miradas apuntaban al vidrio que se alzaba frente a ellos.
Él llegó a oír alguna plegaria.

(No la reconocí en seguida, porque sólo había escuchado hablar de ella, pero había un cartel debajo de su pie derecho con su nombre grabado y me resulto familiar)

Cuando estuvo lo suficientemente cerca, notó que lo que había llamado vulgarmente “vidriera” era algo así como una pecera que alcanzaba hasta medio metro por encima de su cabeza.

Flotaba inanimada detrás del vidrio, su vestido blanco (tenía ese no sé que de que no era de ella, se notaba que se lo habían puesto después, le quedaba muy bien, era hermoso. Pero no era de ella) ondeaba un poco, pero ella flotaba casi inmóvil salvo por un pequeño balanceo hacia los costados. Tenía el mentón apoyado en el pecho y la cabellera de ondas negras flotaba en varias direcciones. Los pies flotaban a unos centímetros del piso de la pecera, blancos, como toda su piel, era pálida de una forma extraña, era casi verde, como de algas, marina, pálida de agua, como una piedra pulida.

Cuando se prendió la primera luz levantó la cabeza y dirigió la mirada al frente.
Esa cara pura, despejada, esa mirada vacía y terrible, de algas, esas sombras rectas de marfil.
Volvió a mirar el cartel que estaba debajo de su pie.
Había muerto esa misma tarde.

Se habían rehusado a enterrarla, a dejar de verla.
El sistema era sencillo, con las luces bastaba.
Cuando se encendió el segundo reflector, comenzó a bailar.
Miraba al frente porque las luces estaban ahí, y danzaba con ellas.
Su danza era triste, mientras flotaba se ondeaba sutil, con toda elegancia. De hacerse ínfima pasaba a desplegarse casi sin fin y destellar luz y su vestido blanco abarcaba casi toda la pecera con una voluptuosidad infernal. Por momentos ella llegaba a estar tapada por ese enjambre de tela blanca, por esos brazos sigilosos que la envolvían con cada movimiento. A veces se quedaba quieta entre esa tela blanca, y de repente una luz le daba de lleno y con un movimiento reaparecía entre todo ese blanco, formando miles de burbujas. Primero sus ojos y después ella.
Juegos de luces y las burbujas, había muchas. Tenía unas chiquitas en las cejas, en el pelo, en todos lados. Su mirada fresca y pasiva no se interrumpía nunca, atravesaba el líquido turquesa, era destructiva, atravesaba el vidrio. Entre las ondas de su pelo negro sentían esa mirada, pinchaba muy agudo en el estomago, un calor que se iba haciendo tibio, todos querían que ella los mire, sin excepción alguna.
(yo sé que me miraba a mí, aunque probablemente todos pensáramos lo mismo. Bastaba con observar nuestras miradas extasiadas).

(Era de noche cuando me dispuse a ir.
Todavía había gente)
Esa masa sin identidad, esas sombras satisfechas de nutrir con su debilidad a aquel esplendido apogeo de luces.

Yo no estaba seguro de que me estuviera mirando a mí, y cuanto más tiempo pasaba, más sentía flotar esa necesidad. Cada vez me sentí menos, más débil.
Ese poder hermoso de hacernos nada.
No puedo precisar cómo me sentía cuando me fui.
El señor que retorcía el sombrero al lado mío ni se inmutó cuando lo hice, de la misma forma que no lo hizo cuando un haz de tela blanca me dejo ver la mirada de ella por primera vez haciéndome llorar.

1 comentario:

Eduardo Scaramuzza dijo...

Es, sin duda alguna, algo de lo que sentirse orgulloso.

La alquímica habilidad de entreverar palabras con el único propósito de generar una emoción es una mágica porción, quizás la única importante, de lo que representa ser humanos.


Generar una emoción.