miércoles, 15 de julio de 2009

Manifiesto de mañana

[Julio de 2007]

No está claro para nadie si fue el olor como a cedro y jazmines chamuscados del sol sobre la madera de las persianas o el ruido de los azahares del patio cuando florecían, pero se levanto a las ocho treinta y siete de la mañana como si efectivamente algo floreciera en ella. O se quemara. Y puso un pie izquierdo en el mosaico frío y después, casi al mismo tiempo, fue pasando poco a poco el peso de la mitad izquierda de su cuerpo, todavía en la cama, hacia el pie apoyado en el piso. A continuación repitió la misma operación con el pie derecho y la respectiva mitad del cuerpo. Sentada en la cama, encorvada, se ordeno el pelo para despejarse la mirada pero apenas veía el brillo del muslo de una de sus piernas y un mechón rebelde que había escapado a la imposición de alojarse detrás de la oreja. Se levanto, la cama se elevo esponjosamente unos milímetros. Tambaleando un poco, pasaba el peso de los talones a las puntas, hasta que consiguió el equilibrio. Eso duro de uno a dos segundos.
Abrió las persianas, estas largaron alaridos como si les doliera dejar pasar el sol por sus partes viejas, roídas por el tiempo, sacudidas por el viento y descoloridas por el sol.
Los rayos se le agolparon sobre los ojos y los tuvo que cerrar como si le picaran.
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Por esa época tomo la costumbre de agarrarse una mano con la otra y apretárselas hasta que se pusieran blancas, se concentraba en el frenético deshacer entre dedos de sus manos. Vista desde afuera parecía estar haciendo algo o buscando algo entre sus venas o en la carne de sus manos. Visto desde adentro no sabía que tenía que hacer o donde tenía que buscar.
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Era por su pijama, o por su mechón rebelde sobre su frente pero estaba de pétalos caídos, los ojos los tenía como el ruido de romper una tela. Tenía las manos viejas como papeles amarillos que se habían doblado una veintena de veces sobre si mismo para trabar la puerta de la sala. Ella trababa la puerta de la sala con cada una al lado de su cuerpo prendidas de unos brazos flojos como la brisa que sale de abrir la ventana.
Estaba enojada, yo sé, como ella miraba los azulejos celestes del baño nadie miro a nadie que odiase tanto como ella miraba los azulejos celestes del baño esta es mi forma de estar triste, no ves, que me enojo con un pobre azulejo, porque no tengo razón para estar enojado con el. En el fondo mira esos azulejos con una ausencia que yo no sé si es enojo o no ves que estoy vacía por dentro, que me miro al espejo y no entiendo para que levante la persiana si la hice llorar, para que trabo mis dedos, para que los doblo para trabar la puerta de la sala, si lo que quiero es llorar. Quiero sacar agua de mis ojos para pesar menos, quiero nublarme la vista, quiero que me digas, que me señales, pero me enojo con el pobre azulejo. Lo odio, lo detesto, lo aborrezco. Pero yo en realidad quiero llorar.
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Mamá decía que cuando nos vemos en el espejo al levantarnos es distinto a mirarse en cualquier otro momento del día. Yo pienso que la ponía triste ser la misma de ayer.
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Calidez breve, suave, subiendo como un cosquilleo por debajo de la nariz, mezclada con la calidez innata del alivio, de la liviandad, un diminuto temblor del labio inferior, mientras la calidez ya se manifiesta en un color bordó en las mejillas.
La calidez que quema, el labio tiembla, el pecho se hunde por el peso de esa liviandad que alivia y esa primera lagrima que rueda sobre la mejilla para apagar el fuego de estas que se sonrojan, dejando un sendero de seda rosada.
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Sí, dale, háblame que cuando lloro te escucho lo mismo.

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